Cada vez me sorprende más escuchar cuando alguien dice: “Qué importa, son palabras”. “Le das demasiada importancia a las palabras”. No logro dilucidar el significado de esas frases. ¿Cómo sería exactamente darle demasiada importancia a las palabras? ¿Cómo sería vivirlas en su “justa medida”? ¿Cuál sería esa experiencia, esa ocasión en la cual las palabras no importan? No caminamos por el mundo con un palabrómetro, pero me parece muy rotundo que las palabras nos son fundamentales, estamos hechos de palabras. En la vigilia y en el sueño. Nacidos en la lengua que nos precede, en la lengua que recreamos todos los días.
Pensamos, nos acercamos a los otros, o nos alejamos con ellas. Con ellas construimos la posibilidad de entendernos, si de ambos lados sabemos cuidarlas. La intimidad se construye –en mucho- con palabras. Y amistad, y la ternura, y cada forma de amor. Es cierto, que esas mismas palabras a veces acarician y a veces golpean. ¿Qué hacemos con ellas? ¿Qué nos hacen con ellas? Es cierto que las palabras traen consigo la posibilidad del malentendido y la posibilidad de mentir.
Es cierto que cantidad de personas están dispuestas a malbaratar las palabras. Si escuchamos el discurso político en su versión anquilosada y falsa: la de las grandes promesas y los grandes compromisos que se van al agua, ese discurso de la repetición de lugares comunes continuamente traicionados por los actos. Por la desmemoria. Por esa forma de desdén y de abuso inscrito en la manipulación o en sus intentos, es cierto entonces que podríamos concluir que las palabras no importan. ¿Qué importan las palabras de un/a mentiroso/a compulsivo?
Que las palabras estén obligadas a servir a amos indignos, no les quita ni un milímetro de su importancia. Como no dejan de ser vitales el aire y el agua, por el hecho de que insistamos en contaminarlos. Sé de una niña que no entendía las palabras que le decía su madre. Es decir, sí conocía los significados, pero no lograba comprender ni su desdén, ni su crueldad. Aquel discurso rechazante resultaba tan destructivo y se le estaba tatuando en la piel de tal manera, que tuvo que inventarse un juego al que le llamaba “del revés”. Contaba las palabras cada vez que su madre le decía algo desagradable: “No mereces que nadie te quiera”. “Seis palabras”, pensaba la niña. Y comenzaba a separarlas en sílabas. “Diez sílabas”, pensaba la niña. “Con la misma energía me podría haber dicho: ‘Cómo te fue mi niña querida’. Las mismas cinco palabras. Las mismas diez sílabas”.
Este juego que podía ser muy demandante cuando la madre decía muchas frases, le permitía tener una distancia con el daño, e intentar revertirlo. Convertir el arañazo en caricia, o por lo menos intentarlo. Había algo en el separar las palabras feas en sílabas, como quien las corta con hachazos mentales, y después bordar las palabras anheladas en su lugar, que le devolvía una cierta dignidad. Se hizo, por supuesto, una lectora muy ávida.
Estas marcas de infancia son una evidencia del peso de las palabras: Esas frases que a una/o le dirigieron, o que una/o escucho por accidente y que terminan siendo tan definitivas en una vida. A veces, sin que siquiera nos demos cuenta. ¿Nos damos cuenta? Como esa escena tremenda que narra Rosario Castellanos en Balún Canán, cuando la madre destrozada por la muerte de su pequeño hijo se lamenta de que la desgracia se haya abatido sobre su hijo varón. La otra posibilidad hubiera sido la hija. La niña escuchó a su madre retirándole su deseo de vida. Casi como una maldición.
Esas palabras oscuras que nos persiguen como un designio: “Eres una tonta”, “Tu hermano es guapo porque se parece a mí, tu eres fea como la familia de tu padre”. “Eres un/a inútil”. “Jamás vas a lograr lo que te propongas”, “Tus sueños son puras tonterías”. “Eres una niña malvada”. “No tienes ninguna imaginación”. “Tu naciste para sufrir”. “Te pareces a mí, todo nos sale mal”. “Los hijos son una carga, no entiendo para qué me metí en esto”. “Me ha costado trabajo quererte, me imaginaba un/una hijo/a muy diferente”. “¿A ti quién te podría querer, ya te miraste en el espejo?”. “¿Dónde vas a terminar? Eres una fácil?”.
O esas palabras luminosas y tan cotidianas que nos sostienen una entera vida: “Qué sencillo es amarte”. “Qué bonito bordado, eres muy hábil con tus manos”. “Sabes resolver tus problemas con mucha inteligencia”. “A las personas sensibles como tú, la vida los llena de regalos”. “Estoy tan orgulloso y feliz de que seas mi hija”. “Este niño está lleno de dones”. “Qué linda es tu risa”. “Tu felicidad me hace feliz”. “Acá estoy para ti, aunque a veces me tarde en entender”. “Te amo aunque a veces me cuesten trabajo nuestras diferencias”. “Mira cómo te quieren tus amigas/os”.
Elijo los extremos: Las palabra que otorgan certidumbres o que nos las arrebatan. Nos regalan nubes, esperanzas, caminos dignos por andar, o nos despojan. Las palabras escuchadas en la infancia nos otorgaron el derecho a ser lo que elegimos ser o nos inscribieron en el embozado aprendizaje de rechazarnos. Nada que no sea curable, por supuesto. A las palabras de los orígenes, podemos irlas transformando. Deconstruir. Ese ejercicio de domar ciertos aprendizajes, y revertirlos.
Pero ¿de veras soy tan malvada y tan inútil? ¿De dónde saco esa idea? ¿De veras soy tan torpe y tan incapaz? ¿Podría ser verdadero algo tan ridículo como que no merezco que nadie me quiera? ¿Quién lo dijo? ¿Quién me lo murmura o me lo grita ya no desde afuera, sino desde adentro de mí? La introyección de aquel lenguaje que nos hizo sentirnos seres amables. La introyección de aquel lenguaje que nos hizo sentir que si caminábamos, corríamos el riesgo de que abriera la tierra y nos tragara.
El lenguaje discriminatorio es otra prueba triste de la importancia de las palabras. “Tu hermana es blanquita y tu no”. “Me saliste indio”. “No estés joteando”. “No andes de zorra”. El daño de las palabras elegidas para denigrar es grave y de largo aliento, sin embargo, con frecuencia una escucha esas burlas hacia “lo políticamente correcto”, y esos argumentos repetidos: “Son sólo palabras”, “es un chiste”. “No aguantas nada”.
Todos somos portadores de características que pueden ser estigmatizadas. Todos sin excepción. No nos detenemos a pensarlo, si estamos dispuestos a denigrar a otro. Lo que tengo comprobado es que no todas las palabras crueles tienen el mismo peso para cada persona, pero que para todos hay palabras que dañinas e insoportables. Las que duelen directamente en la piel. Esa misma persona que hace un chiste misógino y lo celebra a carcajadas y nos explica que “sólo son palabras”, “exageras”, le dará un gran peso a esas palabras cuando le están dirigidas justo allí donde le duele. Quizá su insoportable sería una burla racial, o religiosa. Una burla a su cuerpo, a su clase social, a su acento. Allí sí que las palabras le importan. Simplemente, porque siempre importan.
Comments